Una noche entre las obreras del paraíso

Traducido desde: https://www.diaridegirona.cat/comarques/2010/10/24/nit-les-obreres-paradis-49494419.html


¿Ha conocido alguna vez una prostituta? Si la respuesta es sí, probablemente le habrá hecho dos preguntas: una, cómo se entra en este mundo, y dos, por qué lo ha hecho. Por lo que respecta a la primera, en Internet encontramos una gran vía de acceso. Cogemos como ejemplo un anuncio publicado en Loquo el nueve de octubre: Se buscan chicas de 18 a 35 años para un macroclub de La Jonquera. No es ningún secreto: el 21 de octubre el Paradise, el nuevo gran burdel que saluda a los conductores que entran en Catalunya por la N-II, abría sus puertas al público al tiempo que sacaba los albañiles por la parte de atrás. El local, de polémica construcción -el Ayuntamiento intentó prohibirlo y el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya obligó a conceder licencias al considerar arbitraria la decisión municipal-, sufrió un intento de incendio a finales de agosto y desde entonces peones e instaladores han trabajado incluso de noche, afirma uno de los empleados. La segunda respuesta es obvia: dinero. Pero permítame añadir un motivo más: la curiosidad de una periodista. El día de la inauguración unas 80 mujeres entraron a trabajar como prostitutas en el Paradise -le caben 200-. Sólo dos o tres eran de nacionalidad española, según la organización del local, entre las que se contaba esta redactora, en busca no de clientes, sino de respuestas.


Durante una semana y tres entrevistas, la primera telefónica y otras dos personales, me hice pasar por una mujer con necesidades económicas y sin experiencia en la prostitución. Superados ciertos trámites con relativa facilidad, sobre las once de la noche del jueves traspasaba las puertas de lo publicitado como el mayor burdel de Europa -dato incierto que los implicados cuestionan: aseguran que ellos nunca lo han afirmado- caminando lo más firme posible sobre unos tacones de diez centímetros y ostentando el derecho a hacer uso, e incluso abuso, de alguna de las 80 habitaciones del establecimiento. Primera sorpresa para mí, que nunca había logrado entrar en un burdel por mi condición de mujer: el local no está oscuro. Hay una razón: es necesario que los clientes y las chicas puedan verse mutuamente -no nos engañemos: eligen ellas en función de un buen reloj u otros signos de poder adquisitivo-. Segunda sorpresa: hay clientes femeninas. Los locales de José Moreno Gómez, propietario del Paradise y también del Eclipse de Mont-ras y el Edén de Melianta, han sido los últimos meses objetivo de redadas del Cuerpo Nacional de Policía que han dado lugar a imputaciones por delitos relacionados con el favorecimiento de la prostitución, la inmigración ilegal y el blanqueo de capitales, de los que se declaran inocentes. En una inteligente operación de imagen llevada a cabo los días antes de la apertura, Moreno ha permitido la entrada en el Paradise no sólo en los medios de comunicación, sino también, en la noche de la inauguración, a curiosos -y curiosas- que son, fundamentalmente, vecinos de La Jonquera. Veo a una señora de unos 70 años con un vaso en la mano mirando muy interesada a su alrededor. Hablo y me río un rato con una mujer de origen magrebí de mediana edad que parece divertirse duro y que, de forma muy afable, elogia mi aspecto -al entrar en el local constato que hay chicas en tan sólo tanga y sujetadores , pero también unas cuantas que van más tapadas que yo- y me desea mucha suerte con los clientes. En el local hay cerca de dos centenares de personas y eso que los precios de las bebidas no son prohibitivos, pero sí altos: una cerveza y una Coca-Cola cuestan 20 euros.


¿Me pagas una copa? 


Me dirijo a la barra con mi contacto, que juega el papel de cliente y se encarga de pagar las copas. Su presencia me permite, después de dar vueltas un poco y hablar con un par de hombres, simular que he conseguido un servicio e interpretar con tranquilidad mi papel de prostituta. Suerte que está ahí: justo cuando me dirijo a él un hombre me coge el brazo e intenta acercarme. Le indico que estoy atando un negocio con otro y se disculpa afablemente. Los códigos de conducta son claros y la presencia de una decena de agentes de seguridad aplaca las ganas de lidia. Pero volvamos al asunto de las bebidas: mi inexperiencia me supone el primer agravio económico de la noche. En España la prostitución no es delito pero sí lo es el proxenetismo, es decir, lucrarse a costa del trabajo sexual de otro. Los responsables del Paradise se cuidan mucho de dejar claro que las chicas pagan 70 euros al día por el derecho de estar en el local -bajo la figura de clientes de hotel con derecho a tres comidas al día, un armario con cerradura y un cama de matrimonio compartido con otra chica para dormir en ella- y que las prostitutas se embolsan íntegramente las ganancias por los servicios sexuales. En mi primera entrevista para enterarme de las condiciones, que tuvo lugar el pasado lunes en un bar de Llagostera y que transcurrió con toda corrección, me cuentan también que me corresponde la mitad del precio de las copas a las que me inviten . Por tanto, reclamo al barman los cinco euros que me tocan por la Coca-Cola. "¡Ah! Ya lo arreglarás con tu cliente" me contesta, y hace el gesto de lavarse las manos.


Llega el momento de comprobar si es cierto que la casa no aplica comisión sobre el fornici. Mi contacto y yo nos dirigimos a una habitación. El precio establecido por la casa son 70 euros por un servicio sexual de media hora, más los pluses que las prostitutas quieran aplicar. Como ya he hablado con algunas y me cuentan que lo están haciendo algo más barato para hacer frente a la competencia -en tres kilómetros de la N-II hay tres grandes burdeles: el Paradise, el Lady Dallas y el Madam's- pongo a prueba el tenedor de precios y digo en recepción que, a mi cliente, sólo quiero cobrarle 40. Me responden que, como mínimo, deben ser 55. De éstos, me entregan al acto 50: los cinco restantes son para pagar la luz de la habitación. Sobre este detalle, los responsables del local han tenido que dar más de una explicación ante un juez, argumentando que se trata de un servicio que no entra en el precio del alojamiento: un detalle que en ningún momento me han contado. Sin embargo, yo no he pagado nada porque durante los primeros días la estancia es gratis de cara a captar chicas. Una mami nos acompaña después de los trámites, que han sido suficientemente lentos como para que mi contacto se queje de que, a estas alturas, ya se le han ido las ganas. Una vez en el cuarto, la chica nos solicita una propina y saco cinco euros de la liga. Le doy demasiado: casi me hace una reverencia. Mi inexperiencia vuelve a pasarme factura: una auténtica profesional indicaría que corresponde al cliente hacerse cargo.


Aprovecho la media hora para sacarme los zapatos, inmortalizar el momento con la cámara del móvil y devolver el dinero a mi sufrido acompañante: de un total de 60 euros a ganar entre el servicio y la copa, he hecho 45. Una vez superado el choque de estar vestida de puta en la habitación de un burdel en compañía de un hombre con el que me une una relación de cariz exclusivamente amistoso, nos ponemos a cotillear. No hay gran cosa que ver: las prisas de la inauguración son evidentes en la ausencia del mando de la televisión, en un agujero en la pared donde todavía no ha habido tiempo de colgar un cuadro y en la falta de elementos imprescindibles como jabón en el lavabo; pero nos divierten el cabezal de la cama -un enorme espejo- y las luces de colores cambiantes de la cámara. Me doy cuenta de que nadie me ha mostrado dónde está el botón de alarma que debería utilizar en caso de que un cliente se destape como violador o aficionado a experiencias que no estoy dispuesta a compartir. Tampoco nadie se ha preocupado de procurarme preservativos, aunque desde la empresa aseguran que existen en máquinas expendedoras a disposición de las chicas. Pagando, por supuesto. Como también debería pagar si quiero hacer uso del jacuzzi o si quiero sábanas especiales para ir a la suite. Si me paso de tiempo en la habitación -el acceso se controla mediante la imposición de huella dactilar, que previamente me han tomado mientras me registraba como supuesta clienta del hotel- probablemente seré yo quien tendré que pagar el exceso, ya que el cliente se habrá ido. Durante la primera entrevista me explican que si hago un servicio especial -en una casa particular, por ejemplo- y gano 1.000 euros, la casa "creo que" se queda 300. También me informan que en el burdel puedo comprar ropa para trabajar, juguetes sexuales e incluso que hay peluquería que, obviamente, es necesario pagar. Me siento como una viajera de una aerolínea de bajo coste: continuamente quieren venderme cosas o inducirme a gastar de todas las maneras posibles.


Una profesional libre


Mi primer entrevistador me había animado a ir al burdel miércoles y, a puerta cerrada, conocer a mis compañeras: respondo inmediatamente que sí, ya que me está ofreciendo en bandeja una gran ocasión para hablar con ellas. Por disimular muestro inquietud. "¿Nos probaréis"? En absoluto, asegura; el personal tiene prohibido tener relaciones con las chicas. "Todo es muy profesional", me tranquiliza. Hago hacia media tarde con actitud tímida. Tengo un fotógrafo en la puerta para inmortalizar mi entrada. Me llama: "Hay TV3 grabando". Me asumo no por el hecho de que me registren, sino por miedo a que algún compañero sorprendido me deje en evidencia. Tomo dos cafés en un bar con expositores de CD a la venta: Adamo, Capricho español y Boleros del alma. Finalmente entro y hablo con el director, que es correcto pero seco y da la impresión de dirigir más bien una cadena de montaje. Me dice que no puedo quedarme y me voy. Un café más tarde, vuelvo e insisto: le hago repetirme las condiciones y pido quedarme un rato para hablar con las chicas. Los tratos difieren ligeramente de lo que me habían explicado en la primera entrevista –me aclara que la casa no pone tarifas más allá de la general de 70 euros por media hora: “Los precios los pone usted, que lleva su negocio encima "- y que yo estoy allí una profesional libre, aunque el primer entrevistador me ha dejado claro que tengo que ir todas las noches o perderé la plaza: eso sí, tengo un día de fiesta a la semana. El director me espeta una frase que ha repetido muchas veces: "Nos sentiríamos muy mal si usted no se sintiera bien", y me conmina a volver al día siguiente. Durante la conversación, contesta al móvil y advierte a una aspirante que puede enviar el currículum, pero que están cumplidos y tienen 90 mujeres en lista de espera.


No me deja hablar con ninguna chica y concluyo que, en realidad, no les interesa que intercambiemos información, lo que confirmo en mi primera y última noche de trabajo. Salvo contadas excepciones las prostitutas son esquivas a las preguntas, pero el personal es encantador. Limpiadoras -mujeres de los municipios de alrededor que aseguran que las condiciones laborales no son malas, aunque las prisas por la inauguración hacen que el primer día trabajen desde las ocho y media de la mañana a las once y media de la noche- y mamis charlan conmigo y me tranquilizan cuando admito que es mi primera vez. ¿Las chicas se quejan de que el trabajo es duro?, pregunto. "Dicen que una vez tienes el dinero en la mano, no. Follar gratis los sábados con un hombre conocido en la discoteca: eso sí es ser puta", sentencia una, seria. Me acaricia un brazo y me sonríe: "Eres guapa, tendrás suerte" -mi primer entrevistador me augura también un futuro junto a un hombre que me retirará.


Mis expectativas no son tan altas: se centran, sobre las doce y media de la madrugada, en salir del local sin problemas. Abandono mi contacto en recepción con exageradas muestras de desecho, tomo el abrigo y el bolso de la taquilla y, temblando y con ojos llorosos, me dirijo a la oficina donde me he registrado. Por el camino encuentro al director. "Quiero irme. No puedo hacerlo". Mantiene la calma y me lleva a la recepción, e incluso intenta animarme: "Si usted no tiene estómago para dedicarse a esto, ¡no pasa nada!" Con sonrisas entre fotitas y compasivas, las recepcionistas recogen las llaves del armario y la taquilla y me despiden "hasta la próxima". Salgo por la noche fresca y me dejo captar, sin problemas, por cámaras de televisión. Objetivo cumplido, aunque lamento no haber podido hablar más con las chicas. Respiro hondo y sonrío sola al darme cuenta de la paradoja: he encontrado más pragmatismo que sordidez, pero estoy contenta de haber dejado atrás el paraíso.